Suelo levantarme temprano. Tengo una rutina adquirida con los años que me permite llevar mi día de manera casi automática. Para comenzar me lavo la cara y los dientes mientras se hace el café. Tuesto pan, exprimo una naranja y saco la mantequilla de la nevera —para que sea más untable— mientras el café se asienta en la cafetera. No escucho radio ni miro televisión. No leo periódicos ni entro en internet. Cuando acabo de desayunar saco el perro a pasear y me llego hasta los contenedores de basura con mis bolsas bien identificadas: los envases con bolsa amarilla al contenedor del mismo color. Los de bolsa azul al azul y el resto con bolsa negra, al general. Esto tiene una utilidad y es que me permite controlar al can y no equivocarme con los residuos. Es un perro viejo y orina todo lo que se le pone delante. También llevo una botella de agua para limpiar el pis.
Esta mañana todo fue normal hasta que saqué a Chucho y a la basura. Cuando llegué a los contenedores me quedé de piedra. Estaba todo sembrado de bolsas, cajas, botellas y restos orgánicos. Tuve que sujetar al perro muy bien para que no se comiera un hueso de pollo que había en medio de la calzada. Mientras me abría paso entre los desperdicios para arrojar los míos en el lugar correspondiente, se detuvo un coche, bajó la ventana y lanzó un bulto con desechos que me pasó zumbando junto a la oreja. Me di la vuelta, indignado, en el preciso momento en que una mujer subía el cristal derecho y me hacía fuck you desde el interior del vehículo. No podía entender lo que estaba pasando. Mi vecindario es de gente muy educada y comprometida con el medio ambiente. Cuando regresaba, refunfuñando, un enorme mastín se abalanzó sobre mi pobre Chucho intentando morderlo. A duras penas pude salvarlo levantándolo con la correa —es un Bichón Maltés Toy y no pesa mucho. El otro animal, sin correa, pertenecía a un señor que pasó delante de mí mirando el móvil y solo dijo: «¡Vamos Titán!».
Partí hacia la oficina con las venas del cuello bastante inflamadas. En la parada del autobús me encontré a un grupo de críos, a una mujer embarazada y a un vecino muy mayor con serios problemas de movilidad. Cuando llegó el autocar, aparcó muy lejos del bordillo y los niños lo abordaron primero, no pagaron su billete y ocuparon todos los asientos libres disponibles. Yo esperé a que la mujer subiese y me ofrecí a ayudarla, pero ella me rechazó con una mirada de asco. Luego hice señas al hombre mayor para que pasara delante de mí y él, con rabia, me gritó: «¿Me está tratando de viejo decrépito? ¡Voy a subir antes que usted, pero porque yo estaba primero!». Pasé mi tarjeta bonobús por el escáner y vi cómo los pasajeros que estaban más cerca menearon la cabeza con desaprobación. «¿He hecho algo mal?», me pregunté confundido. Luego pensé que quizás habían interpretado que el grupo de niños estaban conmigo. Ellos tenían aspecto de ir de campamento y yo voy al trabajo con una mochila, una gorra y mi patinete. Cuando llegué a mi destino desplegué mi vehículo de dos ruedas y me dispuse a recorrer las calles hasta la oficina. Me desconcertó ver los accesos para minusválidos, que suelo utilizar para cruzar las calles, tapados por coches aparcados. Así comencé a percatarme que en realidad los conductores se habían saltado todas las normas de tránsito: zonas destinadas a los autobuses, pasos de peatones, entradas de parking, paradas de taxis…
—Esto es inconcebible —me dije en voz alta—. Y ni siquiera había un policía que hiciese cumplir la normativa.
Cuando pasé frente a un puesto de verduras y hortalizas, un pequeño tumulto me llamó la atención. Una señora tironeaba de dos niños para alejarlos del local.
—¡Yo quiero brócoli! —escuché decir a uno de los pequeños mientras me acercaba.
—A mí cómprame espinacas —reclamó el otro.
—¡Qué no! Iremos al burguer a comer hamburguesas. ¡Y no se hable más del tema! —replicó la madre y casi me caigo del patinete.
«Aquí ha pasado algo y yo no me he enterado», pensé acelerando.
Lo primero que hice al llegar a mi despacho fue entrar en Internet y buscar las noticias del día. Los pocos compañeros que ya se encontraban en sus puestos estaban pendientes de sus móviles. Me llegaron varios memes y chistes picantes al mío.
La primera noticia que leí me dejó frío:
«Organizaciones ecologistas advierten sobre la reforestación masiva del planeta».
Abrí el artículo…
«Ante la iniciativa de la ONU de reforestar las áreas del planeta taladas en los últimos cien años, las organizaciones ecologistas han elevado su protesta. Según estudios recientes, el incremento de la masa forestal podría reducir la temperatura de la Tierra y hacer avanzar los hielos polares. Se calculan en miles de millones de dólares las pérdidas de campos cultivables».
Meneé la cabeza con incredulidad y abrí otro titular.
«Analizan suspender las medidas de protección para cetáceos en todo el mundo y permitir su pesca indiscriminada».
«Estamos todos locos», pensé.
«Los choques entre buques y ballenas u otros cetáceos de gran tamaño se han incrementado en un 30% el último año. Los científicos del Grupo por la Conservación de las Ballenas y los Delfines en Plymouth (Massachusetts) aseguran que las medidas de protección han dado como resultado una superpoblación de cetáceos. Al no tener grandes enemigos naturales viven más años y son más prolíficos. Los choques no solo son peligrosos para los animales sino también para los navegantes».
Pensé que quizás no me había despertado y estaba teniendo pesadillas tan vívidas que las confundía con la realidad. Comencé a redactar un informe que debía entregar antes de mediodía, pero me costó concentrarme. Un pensamiento recurrente me taladraba el cerebro: «El mundo se ha puesto patas arriba, lo que antes era malo ahora es bueno y viceversa».
Llegó la hora del descanso y bajé, como todos los días, a beber un café en el bar de abajo. No pude entrar debido al humo. Casi todos estaban fumando y lo peor, en lugar de beber café la mayoría tenía una cerveza o una copa de vino delante. Me volví a la oficina y me preparé un capuchino con la cafetera que tenemos en el office. Mientras el agua iba pasando por la cápsula de aluminio me asaltó una duda. Volví a mi ordenador y tecleé: «beneficios del alcohol en el organismo». Lo que salió me dejó frito.
«Los seis beneficios de beber alcohol.
- Mejor rendimiento en el trabajo.
- Mayor astucia y rapidez.
- Resistencia mental a largo plazo.
- Mayor optimismo.
- Corazones más fuertes.
- Menor incidencia de cálculos biliares y menos probabilidades de muerte prematura.
Y lo más extraño es que no se refería a una copa de vino diaria sino a cuatro.
Mientras bebía mi capuchino, bastante malo, por cierto; pensé en el humo del bar y entonces busqué: «Beneficios de fumar». Si no lo hubiese visto con mis propios ojos no lo habría creído. La revista Muy Interesante ponía un artículo titulado «Cinco beneficios de fumar». Según dicen los científicos la nicotina ayuda a proteger las articulaciones, reduce el riesgo de obesidad, protege contra el Parkinson, reduce el riesgo de muerte tras un ataque cardíaco y potencia la acción de fármacos como el clopidogrel, utilizado para inhibir la formación de coágulos.
—¡Joder! —dije en voz alta. Ya sé que no es un término correcto, pero en un mundo que está al revés supongo que debe considerarse una palabra elegante.
Durante el resto del día procuré no pensar en el tema. Tenía mucho trabajo.
Cuando salí a la calle para volver a casa, sentí una especie de liberación.
—Ciertamente hasta ayer había más cosas prohibidas porque estaban mal que las permitidas porque estaban bien —dije hablando conmigo mismo mientras desplegaba el patinete—. Quiere decir que, si el mundo a partir de ahora funciona al revés, tendremos más libertad. Habrá más cosas permitidas que prohibidas —y dicho esto me fui hasta la parada del autobús «enganchado» a la parte trasera del camión de la basura. Por supuesto que esta vez no pagué billete, subí delante de una anciana y me apresuré a sentarme antes que un ciego llegara al único asiento disponible. De inmediato me hice el dormido, no fuera a ser que todavía quedase algún despistado que pensara que todo seguía igual que antes.
Como todos los días, cuando llegué a casa saqué a Chucho a pasear y a que hiciese sus necesidades. El pobre siempre me espera detrás de la puerta y cruzando las patitas para no mearse. No me molesté en coger la botella de agua para lavar el pis ni las bolsitas para recoger la caca. Cuando volví me duché y encendí el televisor para enterarme de qué otras cosas habían cambiado en el mundo. Además de noticias menores como la legalización del narcotráfico, la autorización a los políticos para cobrar sobornos —ahora les llaman comisiones— y el bloqueo económico a Estados Unidos por el resto de países, hubo una que me interesó de manera especial. Naciones Unidas hacía público un informe sobre el envejecimiento de la población mundial. En sí el hecho no es ninguna novedad: menor mortalidad infantil, menor fertilidad y mayor expectativa de vida dan ese resultado. Lo novedoso estaba en que los estudios sociológicos daban como una de las causas de envejecimiento poblacional en los países más ricos, a la igualación en derechos entre hombres y mujeres. Las libertades conquistadas por el sexo femenino le permitían estudiar carreras, doctorados y másters, ser empresarias o conseguir un trabajo tan remunerado como el del hombre. Todo eso hacía que tuviesen menos interés en procrear. ¡Si ya lo decía yo! Cada uno tiene una función que cumplir.
Me fui a la cama temprano. El día me había resultado de lo más agotador.
Suelo levantarme temprano. Tengo una rutina adquirida con los años que me permite llevar mi día de manera casi automática. Pero hoy he decidido hacer unos pequeños cambios. He desayunado y luego sacado a Chucho, pero no he llevado la basura al contenedor. La he metido en el coche y pienso lanzarla por la ventana en cuanto vea pasar al del móvil que lleva el perro suelto y se llama Titán. Luego iré conduciendo hasta el trabajo y aparcaré donde me dé la gana. Pasaré por el estanco y compraré un paquete de tabaco y cuando baje al descanso me fumaré unos cigarros y me beberé un par de cervezas. He preparado un pantalón bien ajustado y una camisa entallada para destacar mi anatomía, quién sabe, puede que las chicas me silben al pasar. Es lo que tiene. Esté como esté el mundo, yo siempre he defendido que hay que hacer las cosas de la manera correcta.
En ocasiones el mundo se vuelve del revés y Ricardo Lampugnani nos lo muestra con su peculiar estilo.
Mensajes entre líneas que nos conducen a la reflexión.
Muchas gracias por leernos que es sentirnos más cerca dentro del mundo que nos une 😊
Muy bueno 👏Invita a reflexionar y está lleno de ironía y humor. ¡Me ha puesto una sonrisa en la boca!
¡Muchas gracias Ane! Me alegra que te haya hecho sonreir.
Qué curioso mundo al revés y como puede llegar a contagiarse todo olvidándonos de que es mejor o peor.
Gracias Ricardo!
En definitiva, las normas sociales no son más que acuerdos para mejorar la convivencia y la calidad de vida. Y esos acuerdos cambian con el tiempo. Por ejemplo, en la Edad Media, la gente vaciaba la bacinilla de los orines nocturnos arrojándolos desde la ventana a la calle. Hoy, eso sería una conducta antisocial. Por otra parte, las noticias que aparecen en el cuento son reales, no todas, pero sí la mayoría. ¡Muchas gracias Ana I. por leer y comentar!
La Madre Tierra va a sacar la vara de paseo y nos va a dejar finos. Se le va a poner el brazo como a Popeye. Anda que.
¡Gracias por el comentario Rufino! Creo que el error más grande que ha cometido el ser humano es olvidar que forma parte de la naturaleza, ni más ni menos que las plantas o el resto de los animales. Esa arrogancia nos pasará factura y muy cara.
Enhorabuena, Ricardo. Es un relato muy original que invita a la reflexión. Siempre he opinado y defendido sobre actuar según mis ideas y principios, no según modas, normas o tendencias. Las ideas permanecen; las modas son pasajeras. Por eso tu historia es muy interesante: nada es ni blanco ni negro ni bueno ni malo siempre. A veces hay consecuencias imprevistas y cambian las tornas.
¡Gracias Intelblue! Uno de mis objetivos al escribir es incitar a la reflexión. Si lo he logrado ¡objetivo conseguido!